Aquel sábado iba de regreso a la misión central como a eso de las diez de la mañana. Una buena hora considerando que ya llevaba hora y media por el carretil. Quise salir temprano del lugar donde había pasado la noche para llegar a tiempo a las juntas que lo jóvenes tienen por la tarde. Cuando llegué a un lugar que se llama Kempur divisé delante de mi a Thomas Nyangan, no podía ser otro: camina lentamente, apoyando sus muletas y dando saltitos con sus dos piernas abrazadas por las correas que le sujetaban los calipers (prótesis para las piernas), sin doblar sus rodillas dando lentas zancadas como si fueran saltos de rana; le acompañaba otro muchacho, que seguía sus pasos lentamente y que cargaba con una bolsa, que supuse serían los libros y cosillas de Thomas.
En cuanto les alcancé detuve el Land Rover y les ofrecí un pasaje. Thomas lo denegó. Dijo que ya solo les quedaba un par de kilómetros para llegar al caserío de sus padres. Le pregunté que hacía por allí tan de madrugada, y me explicó que habían salido de su escuela de Sincholol antes que amaneciese. Habían caminado por entre vericuetos y caminos retorcidos en medio de un bosque espinoso por más de cuatro horas. Thomas con parsimonia, pues correr no podía, y su amigo con paciencia, pues tenía que seguirle. Thomas es un parlanchín, así que imagino que conversación no les faltaría. Iban a casa para el fin de semana. Durante los otros días están en la escuela de Sincholol, un internado donde estudian; porque en las escuelas de Pokot North lo mejor que pueden hacer los niños y niñas que superan el sexto de primaria es residir en internados; de ese modo pueden estudiar también por la noche, y jugar después de las clases, sin tener el apremio de hacer los deberes con rapidez. Estudiar en las cabañas de los caseríos es prácticamente imposible: no hay luz; ni lámpara de keroseno; están los hermanitos pequeños que no paran de jugar y de hablar; las madres los envían a buscar agua, leña, ordeñar, o preparar la lumbre; el espacio interior es muy, muy reducido; no hay mesa, todos se sientan en el suelo, o en un escalón que hace de cama; la humo del fogón ciega los ojos; y para colmo hay algunas chozas que también tienen un recinto para las cabras (no es muy higiénico, pero ofrece seguridad a los animales y un calorcillo extra a los que en ella habitan cuando refresca las noches de lluvia); todavía los muchachos (no ellas), si no hay espacio en la cabaña les toca dormir a la intemperie agazapados alrededor de una pequeña hoguera que calienta mientras estén despiertos, porque después las llamas se adormecen junto con la compañía y no hay nadie que las avive con más leña. Thomas y su compañero habían decidido visitar a sus padres y darse un respiro del ambiente académico, donde no tienen las instalaciones propias de una escuela española pero sí tienen asegurado el rancho del medio día (alubias con maiz), el desayuno (papillas dulces de maiz) y la cena (gachas con verduras o alubias).
Thomas esta repitiendo octavo de primaria. El año pasado hizo el examen final de los estudios elementales para conseguir su KCPE (Kenya Certificate of Primary Education). Pasó con un aprobado, lo que no era suficiente para conseguir un puesto en una escuela secundaria decente. Así que le aconsejé que repitiese. Como a partir de ese año el gobierno ha decretado que sólo se puede hacer el examen una vez y nunca repetir, nos tocó preparar otra partida de nacimiento. Thomas está contento en su escuela y confía que esta vez si lo logrará. Quizás nos equivocamos cuando lo trajimos a casa desde Ol-kalou donde había ido cuando estudiaba segundo de primaria para que le corrigiesen las dos piernas. El muchacho entonces andaba a gatas apoyándose en sus manos y sus rodillas. Su lesión de debía a la poliomielitis que había contraído cuando era pequeño sin que sus padres, pudiesen hacer nada al respecto; hoy en día tienen vacunas y ya son pocos los casos, y no debería haber ninguno. Ol kalou es un complejo escolar para niños con deficiencias motrices. En ese centro facilitan que un hospital cercano se les opere, y que después continúen sus estudios escolares al tiempo que atienden a sesiones de fisioterapia. Está lejos de Pokot North, diez horas de viaje, y no es muy barato. De ahí que preferimos que los niños después de dos años de postoperatorio regresen a sus hogares y vayan a clase a las escuelas más cercanas; sean en régimen de internado o de día. Las escuelas de Pokot North no disponen de maestros muy comprometidos en sus profesión y por eso a los alumnos les cuesta sacar buenas notas. Si Thomas no pasa a una buena escuela secundaria tendrá una vida dura, pues no está en condiciones de cultivar la tierra, ni de cuidar de las cabras de sus padres. Su salida es alguna profesión de despacho, o de pupitre.
Thomas denegó mi ofrecimiento de transporte, no quería ser de molestia, pues me correspondía bajar y subirlo en andas al pick up. Pero aprovechando la ocasión me recordó la situación de sus piernas. Me mostró sus zapatos, estaban rotos por los talones, y los hierras de las piernas ya no agarraban bien a los zapatos; los tenía amarrados con cuatro cuerdas. Le expliqué que tenía que acercarse al taller de la misión para que se los soldaran. Me dijo que ya lo habían intentado y no les había salido bien. Que lo mejor era comprar unos zapatos nuevos. También me dijo que los más económicos se encuentran en el hospital Kitale, no en Kapenguria aunque caiga más cerca. Le pedí su número de pie, y me respondió entre risas que de ahora en adelante ya no cambiaría más de número porque había dejado de crecer.
Thomas es un muchacho poliomielítico alegre y sin complejos. Intenta participar en las actividades escolares como cualquier otro. Siempre se conforma y tiene un espíritu muy optimista. Dijo que venderían una cabra para comprar sus zapatos. Se lo agradecí, pues todo el conjunto de calipers costará más del doble. Los dejé al borde del camino y proseguí. Solo me preguntó si por casualidad tenia que volver por allí el domingo por la tarde. No le pude asegurar nada… así que volverá a su escuela y recorrer el mismo itinerario a pie, trompicones y saltitos.
Escrito por Tomas Herreros Baroja.
Misionero Comboniano