Todos los niños de Kasey lo llaman “Dhuru”, pero su nombre de pila es Moses, y el de nacimiento Pnangat. A la persona mayor que escuche ese nombre le resulta extraño porque entre los Pokot no se da ese apelativo ni siquiera como mote. Moses es el nombre que le dio su madre cuando lo bautizo, aunque no fuese en una pila bautismal sino sobre una jofaina de plástico; seguro que ni él mismo sabe que ese es su nombre porque nadie lo utiliza. Dhuru tiene apenas cuatro años y medio. Pnangat corresponde a las circunstancias de su nacimiento, nació por la noche “nangat”, al ser chico se le pone el prefijo “p” y ya queda listo como nombre propio; si fuera niña se le pondría el prefijo “che”, y se hubiera llamado Chenangat. El muchacho está muy orgulloso de ser varón y no le gusta que jueguen con esa identidad ni siquiera sus hermanas mayores que sí le llaman “Dhuru” sin saber cómo nació ese apodo, porque el nombre pertenece a los kikuyu –también en Kenya-, y el que lo ha puesto a conocimiento de todos es un señor que tiene una columna radiofónica a las ocho de la noche, con fuertes críticas políticas y con una entonación muy peculiar, exagera como para dejar claro quien es el que habla. Quizás sería porque cuando hablaba el periodista el niño lloraba más, o intentaba imitar su acento al tiempo que dejaba atrás sus balbuceos; porque a esas horas su madre muchos días no estaba en condiciones de corregir su mala pronunciación ya que se emborrachaba, y sus hermanos encontraban chistoso las ocurrencias de su hermanito al tiempo que escuchaban la radio de algún vecino, porque ellos no la tenían, ni la tienen.
Hace año y medio, cuando Dhuru ya dominaba sus piernas mejor que su lengua, se subió a un árbol para coger una ciruelitas silvestres pequeñas. Con brazos delgados, él mal alimentado, sus hermanitos distraídos, y sus piernas sin mucho entrenamiento “se calló al suelo.” Al caerse extendió su brazo derecho para amortiguar la caída, y con tan mala suerte, que se partió tanto el cubito como el radio del antebrazo. Su madre lo llevó rápidamente a una curandera vecina en vez de acercarse al dispensario de Kasey, después de todo sabía bien que en ese ambulatorio no podían hacer nada y que la referirían al hospital de Kapenguria que dista 125 km y donde hay que ir con cualquier camión que haga su presencia entre aquellas montañas; aquel día no había ninguno, ni ella tenía dinero para pagar el transporte, ni para costear los rayos x, ni lo que quisieran pedirle en el hospital. La opción de la curandera era más rápida y económica pues se conformaría con un par de litros de cerveza local.
En otras circunstancias un torniquete hubiera solucionado muy bien el problema, pero resulta difícil emparejar dos huesos delgados atados por unas manos temblorosas de una vieja borrachita. Y fue así como, cuando a las dos semanas desataron el torniquete y descubrieron el brazito, descubrieron que se le había quedado en forma de “ceta”. Estirarlo no podían, volver a romperlo tampoco, ir al hospital hubiera sido inútil, pues ahora además del problemón y del gasto recibirían las reprimendas del enfermero. Así que decidieron comprar a Dhuru una chaquetilla roja de manga larga y que de esa forma cubriese la vergüenza de un brazo deformado.
El muchachito ya se había acostumbrado a utilizar su mano derecha, y no le quedó más remedio que aprender a usar la izquierda. Como el clima allí es templado no tenía necesidad de quitarse el yérsey, el crecía inconsciente de su problema. A los pocos meses ya comprendió, cuando hacía más calor, se remangaba su chaqueta y dejaba ver su brazito torcido, lo que causaba irrisión entre sus amigos. Así que empezó a sentir vergüenza y lo escondía siempre. Tanto le importunaba que lloraba a su mama para que le llevase a un médico que pudiera recomponer su bracito; pero la madre no disponía de dinero para eso, aunque no le faltaba para su cerveza.
Un día pasé por allí y ví que el muchacho jugaba a la pelota y que tenía dificultades en agarrarla con su zurda, al cogerlo cuando corría me topé con su brazo jorobado. Lo descubrí y me explicaron el pastel. Llamé a la madre, que conocía bien, y le di una reprimenda por todas las razones que quedan bien evidentes. Antes de que se hiciera tarde le propuse llevar al niño con su padre al hospital de Matany (en Uganda, donde hay mejores servicios que en Kapenguria y son más económicos). Ella no podía ir porque tenía que cuidar de los otros niños y de otro bebe que tenía en brazos.
El padre, Lokwadow, aceptó ir y consiguió parte del dinero que tendría que gastar para su propia alimentación durante las dos semanas que estaría en el hospital; el resto de los gastos correrían a mi cuenta. Al llegar a Matany los médicos especialistas se habían ausentado, así que les hicieron esperar dos semanas. Justo cuando ya era su turno para ser visitados por el doctor, el padre decidió regresar a casa pues se había quedado sin dinero. Se lo había malgastado bebiendo lo que no fuera agua. Volvió diciendo que se aburría en el hospital, y que estando en medio de una tribu enemiga se sentía inseguro. ¡Que desconsuelo para Dhuru! ¡Qué enfado para mi! ¡Qué tontería la suya! Sin embargo, el niño continuaba jugando como sus amiguitos, siempre sonriente y alegre, solo su brazo le daba vergüenza y no consentía que se hiciera broma sobre el.
Me di un plazo de seis meses a ver si aquellos padres irresponsables aprendían la lección; pero no parecía que lo hicieran. Eso sí Dhuru ya hablaba mejor y reprochaba a su madre el estado de su brazo. Tanto la reprendía que ella dejó de beber y de emborracharse; lo cual no quiere decir que por eso ahorrase lo suficiente como para volver al hospital. Fue así como ella retomó el tema y me pidió que le ayudase. Acepté una vez más a condición de que nunca más probase la bebida y de que fuese ella la que fuera a Matany, y se quedase allí todo el tiempo que fuere necesario. Evidentemente no rehusó.
Esta vez fui yo mismo quien los llevó al hospital e insistí a las enfermeras para que no se demorasen en atender al niño. Ellas lo conocían bien, pues se había hecho famoso la vez anterior cuando recorría todos los rincones hablando sin reparos con todo el mundo en su incorrecto Swahili -que pocos conocían-, y en el idioma Pokot de sus padres -que nadie comprendía en aquel entorno-. Su sonrisa se los había ganado. Se quedaron con pena aquel día en que fueron a buscarlo y su padre ya no estaba; solo un día más de espera y todo se hubiera solucionado a la primera.
Por suerte al día siguiente el médico pudo operar en aquellos dos malditos huesecitos, enyesar el brazo y mandar el niño a casa, para que regresara después de tres semanas. Así lo hicimos, y el 25 de julio de este año Moses Pnangat “Dhuru” pudo ver su brazo derecho enderezado otra vez. A principio se asustó y se quejó a la enfermera porque le habían dejado su brazo derecho blanquecino, y el lo quería negro como el izquierdo. Todos se rieron. Solo cuando ya le hubieron refregado la piel y quitado los resquicios del yeso, Dhuru comprendió que aquel color era solo polvo y que su piel no se había descoloreado. Ahora sonríe orgulloso cuando se remanga y muestra su brazo curado.
Escrito por Tomas Herreros Baroja
Misionero Comboniano