Las muchachas Pokot suelen ser coquetas, no sé si más o menos que otras, pero ellas lo son.
Su coquetería se demuestra en los diversos collares que se colocan en el cuello, o las pulseras, o los ungüentos. Los collares solían ser de dos tipos: los de niña y los de adolescente. Poco a poco los primeros están desapareciendo, todavía quedan los segundos, aunque también estos tienen fuertes críticas de las iglesias evangélicas y pentecostales que les dicen quien se pone esos adornos sigue los caminos del diablo porque en la Biblia no aparece nada sobre esas cosas. Y asocian el modo de vestir con las creencias y con los ritos que no son cristianos, en especial los sacrificios de animales con fines de curación.
Preparar collares de niña lleva su trabajo, porque hay que cortar ramitas especiales de árboles ya indicados, y partirlos en trocitos, hacerles rayitas, untarlos de aceite y enristrarlos para formar collares. Esas ramitas no están a la vuelta de la esquina, hay que buscar el árbol adecuando esté donde esté.
Los collares de adolescentes no solo llevan un trabajo semejante sino que también resultan más caros. Estos se preparan con cuentas de bolitas multicolores que se compran en las tiendas de algunos centros, que pueden estar a cinco kilómetros o a cincuenta, y donde sólo pueden llegar caminando a pie. Las cuentas para esos abalorios las pagan con sus propios ahorros, los que consiguen vendiendo algo del maíz, alubias o sorgo que han conseguido en la cosecha. O los que consiguen yendo a cribar y lavar tierra en los ríos para conseguir algunos granitos de oro. Ese dinero es suyo, mientras que lo que se consigue vendiendo miel o alguna cabra es de los varones, no de las muchachas. A pesar de sus esfuerzos por obtener sus propios collares, los más los consiguen el día de su graduación de “chemeri”, cuando terminan su periodo de reclusión que dura dos meses, y de iniciación en los usos de la vida familiar de la tribu, periodo que empezó con la circunsición. En ese día, los hermanos y las madres de las muchachas les regalan muchos, porque a partir de entonces ya son “casaderas”, así tienen que ser atrayentes para conseguir un buen partido entre posibles pretendientes. No surgen de repente, pero a partir de entonces empieza a correrse la voz de la belleza de esta o de aquella. Los muchachos interesados comenzarán a indagar sobre el carácter de la muchacha, su familia, su clan, etc.
Junto con los collares las muchachas, suelen comprar ungüentos perfumados en las tiendas. No son caros, pero para sus pequeños presupuestos, implican una buena inversión. Antiguamente, se untaban la piel con mantequilla ahora prefieren otros perfumes al de leche rancia.
También los peinados tienen su truco. Ahora la moda está en hacer trenzados, que son baratos: basta con que una amiga acepte pasar el tiempo ordenando los cabellos de tu cabeza. También está de moda los aceites que estiran el cabello, y ofrece posibilidades de peinados más sofisticados. Esos progresos son para las chicas “snob y chulas” que han terminado estudios y tienen algún empleillo, no para las muchachas sencillas que cultivan los campos o cuidan rebaños de cabras.
Un día, nos fuimos con unos amigos que habían venido de visita a un lugar bastante distante de la misión (pero eso es lo de menos), un lugar donde las tiendas de abalorios están lejos, y las de cremas mucho más. Aparcamos el land rover al lado de la capilla de barro que también hace las veces de escuela de párvulos algunos días de la semana. Tres jóvenes se acercaron a nosotros, dejaron sus garrafas de plástico de 20 litros donde traían agua del río, y furtivamente, cuando no las veíamos se miraban en los espejos retrovisores laterales. Si les echaba una mirada se ruborizaban y se apartaban como quien no hace nada. Cuando me daba la vuelta, volvían a mirarse en los espejos. Tenían vestidos limpios y abalorios muy coloridos, por lo que deduje que habían terminado su periodo de iniciación.
Cuando ví que tenían interés real en verse en el espejo le dije a una ellas, la más guapa de las tres, “Estas bonita, verdad?! Ella no se inmuto mucho, más bien respondió con frialdad: “¿Bonita yo? ¡Bonita la vida! Me dejó plantado con su respuesta tan profunda: una chica que no va a la escuela, que no sabe ni leer ni escribir, que pasa su tiempo en los campos y con el ganado. Una vez que ganamos confianza con ellas, les hicimos unas fotos y se las mostramos en la misma cámara. Al final dijeron, que si era posible quisieran tener una foto impresa de ellas mismas. Una manifestación más de su coquetería, pues bien sé yo que la foto no va a durar mucho en sus casas de barro donde a veces entran las cabras, y donde las termitas acaban con cualquier material de celulosa… y entre todos ellos, el papel es el más fácil de masticar
Tomas Herreros Baroja
Misionero Comboniano